La primera impresión al ver las casas de las afueras del Cairo, es la igualdad que tienen con el pesebre de navidad de la tía rosa, ese de casitas de paredes blancas, con techos como el de las mezquitas, porque allá diferencié las mezquitas. Y aunque parecen de bareque, no lo son, son de piedra caliza.
Si una palabra definiese esa ciudad, seria caos. Cientos de edificios y complejos de viviendas son atravesados por autopistas aéreas de yo no sé cuantos pies de altura, porque mientras escuche la explicación no alcancé a hacer la conversión a metros. “Las doce menos cuarto de la noche (11:45)” dice Karim, el guía, me aterró que en el Cairo las mujeres caminan a esa hora por las angostas aceras, hay tráfico, los hombres venden mercancía desde sus carros, la ciudad se ilumina con los sitios que al parecer venden comida, el tranvía se ve lleno de lejos y el metro sale paralelo al autobús en el que vamos 40 colombianos: 36 paisas, mi papá, su esposa, mi hermano y yo.
¿Cuántos habitantes tienen la ciudad? Pregunto, 20 millones y Es una ciudad que no duerme dice Karim. Es una ciudad de 5000 años, pensé.
A un alígero amanecer encontré la ciudad de verdad: una urbe de calles amplias, carros extraños y hombres en bata con mujeres vestidas de negro. Las avenidas no tiene doble vía y no existen los semáforos, argumenta el guía que el trafico no se para, se deja fluir. El olor a esencias predomina en la ciudad y el mercado estaba a tres cuadras, pero es un olor a único, me huele a algo de color naranja, no lo he visto, no sé que es, para mi es simplemente Cairo.
Así es la ciudad mística y exótica bañada por el imponente Nilo, que nada tiene que envidiarle al Támesis de Londres o al Sena de parís. El Nilo es árabe, es grande, es el rio de ISIS y del que RA necesita para alimentar los papiros que crecen a lado y lado de la vertiente de vida de los egipcios.
Ya caminando por la ciudad el guía explicaba las normas culturales que debíamos seguir y algo de historia, recordé a mi mascota bruma que se quedo en Colombia. Y me di cuenta que en dos días no había visto ni un solo perro y pensé: no hay perros en Egipto porque ya se los comieron todos.
Saliendo de Cairo se empiezan a disipar las dunas del desierto, las de arena. Cuando esto sucede se puede ver desde una parte de la ciudad la sombra que giza, valle de pirámides, que ganó entre las construcciones del mundo un espacio como una de las siete maravillas. Cuando veo las fotos discrepo de los amantes de la fotografía: en ninguna foto que he visto de las pirámides se compara con el hecho de apreciarlas, con la impotencia que crea construcción semejante, ninguna foto, ninguna toma es capaz de captar la magnitud de Keops, kefren y micerinus. Y Ya Estando allí, en medio de los miles de espectadores, me di cuenta de que hoy construimos para el ahora y que los antiguos construían para el futuro. Ya era tiempo de dejar Cairo: imponente, desvelada, comerciante y moderna, para pasar el Suez y entrar a el Egipto de las películas, al Egipto que sólo es arena y piedra. Al desierto Sinaí.
De Cairo son 2 horas al canal del Suez; Son media hora de paso subterráneo y entras al desierto. Ahí sí se ven los camellos, y no hace calor, por el contrario es indescriptible el clima del desierto: No es frio de hielo, es de esos fríos que llegan a los huesos y sientes en cada poro. El desierto es muy frio pero ante todo es infértil.
Así que para defenderme con los beduinos retrocedí en la historia y aplicábamos recíprocamente el lenguaje de las señas, el que no tiene pierde y en el que los valores se dan con los dedos, las rebajas se piden escondiéndolos, y los tratos se cierran con el pulgar hacia arriba y una suave sonrisa. Así toco en Egipto, a falta de árabe y con un mediano manejo del inglés.
Lo más complicado en Egipto son las compras, los árabes son una cultura astuta, con solo escuchar como hablaba con mi hermano dicen: “¡Italia!” Les contesto: “NO” y me dicen: “LATINO” Le digo: “SI, COLOMBIA” me respondió: HIGUITA. Después te hacen entrar a su almacén -cosa que no se debe hacer- porque creen que es obligación comprarles. De pronto en una repisa vi una pirámide en escala que brillaba, la cogí y mientras la miraba se acerca el árabe: “¡TEN DOLLARS!”, muevo de lado a lado mi cabeza en un rotundo NO y al intentar entregarla no me la recibe, el árabe empieza a subir el tono de voz, quiere asustarme, repite: “¡TEN DOLLARS! ¡TEN DOLLARS!” Entonces con la pirámide en la mano y sin saber que hacer escucho un susurro en el oído, es mi hermano que titubea muy despacio: “él puede ser muy árabe pero nosotros somos colombianos, deja eso en el piso y corramos”.
Al llegar a la mitad del desierto entramos al hotel de santa catalina, al lado del monte Sinaí, el monte más alto del Egipto asiático. A las dos de la mañana citan a los valientes que vamos a subir, el guía advierte de situaciones de rutina: hace una temperatura de 5 grados bajo cero en la noche, si se empieza a caminar es mejor tratar de no parar mucho por la presión del cuerpo, no tomar mucha agua para no sentirse pesado, la caminata es de subida 4 horas y de bajada otras 4 y anima diciendo que es el amanecer más hermoso que alguna vez se pueda ver. Es un sol naciente de muchos y privilegio de pocos.
Con esas recomendaciones empezamos a subir, éramos mi papá, mi hermano y yo. Con saco, dos chaquetas: de pana y térmica, pasamontañas, guantes, medias gruesas y teníamos frio. Gracias a mi paso lento perdimos al guía y una linterna era nuestro guía ahora. “No mire hacia atrás, ni hacia delante, solo camine, solo camine, solo camine…”
Ya se hacían las cinco porque los pequeños rayos de luz me dejaban verme los pies, llegábamos a la última estación de 4 y sólo nos faltaban 900 escalones. Era cuestión de querer y de no tomar agua, porque me sentiría pesada.
eran los últimos 100 escalones me parecieron más duros que los 800 que ya llevaba ganados. se me olvido el dolor cuando llegue a la cima y de una forma inexplicable vi a mas de 50 personas de todo el mundo: asiáticos, negros, europeos, egipcios y nosotros, todos mirando ese hermoso amanecer y agradeciendo cada cual a su Dios y el que no, a la vida o al destino, por permitir sentir tal armonía, por contemplar tal inexplicable belleza, por enseñar en esos 10 minutos de aurora, que podemos estar juntos, que ese momento somos iguales, que como humanidad buscamos el misterio de la paz.